Derecho al baile. Disputa en los modos de bailar

Por Agustín Valle

Registro de lo abierto del taller La hazaña colectiva (política del goce de la actividad nocturna en la Ciudad de Buenos Aires), coordinado por el colectivo HiedraH Club de baile.


1• Si «el capitalismo es una religión», como dijo benjaminianamente y por Skype desde México el chileno Cristo Gavras, amigo («hermano») de los HiedraH, comenzando el encuentro, una religión que religa en torno al patrón mercantil —y sus formas propias de comunalidad— lo que previamente separa, una religión cuya creencia máxima no es tanto al papelito de nombre sintomático («peso» para lo que en rigor prescinde de cuerpo), no tanto al dinero, aunque bien señalan los billetes alfa que para sostener el discurso de la fe en Dios hay que rezarlo en el dinero que es el que goza de confianza fáctica (divertido sería dibujarle a un cristo «in dollars we trust»), sino la creencia en la vitalidad misma del mercado, la creencia en que la vida, que evidentemente es común, no es sino una agregación de vidas privadas; la creencia religante de que cada uno tiene su vida y de que lo bueno, lo bello y lo verdadero se compran, o se arrebatan, siempre compitiendo; una religión con la creencia, en fin, de que la salvación procede por acumulación de capital; así pues, entonces, los rituales de presentificación, los rituales de glorificación del presente sin mediación jerárquica, los rituales no de recreación cíclica del calendario, sino, al contrario, los rituales que suspenden el tiempo (aunque no sea más que paradójicamente por un rato: quizá puedan realizarse a cada rato), los rituales de intensificación de la vida sin finalismo ni trascendencias (es decir jerarquías a priori), quizá puedan devolverle a los cuerpos, recordarles, su potestad ética, moral, su autonomía de criterio. De otro modo: bailar devuelve al cuerpo sus potencias inmediatas. Bailar ejercita una atención donde se revaloriza la intención del cuerpo vivo en su estrato previo al atravesamiento de las fuerzas religiosas contemporáneas, brillantes y cancheras.

2• Pero todos los lugares de Buenos Aires donde puede organizarse una fiesta pública legalmente, es decir sin sufrir la persecución municipal, todos tienen salón VIP. Así contaron los compañeros de HyedraH club de baile, que sostienen al baile como un derecho: un derecho, es decir, una capacidad natural del cuerpo que puede verse coartada o bien propiciada por las condiciones del entorno.
Se puede bailar, pero el lugar para hacerlo debe seguir puntillosamente indicaciones de su organización. Por eso dominan los boliches, donde todo viene codificado y segmentado por la línea de la guita (vip), donde el baile es una descarga catártica que intensifica una alegría triste, de anulación del pensamiento y la percepción, una alegría de descarga y agotamiento del cuerpo. En una fiesta así es donde sucede, naturalmente, que al terminar y que se vayan todos aparezcan cuatro cadáveres tirados en el piso, ahí en medio de donde todos estaban bailando, enfiestados (como recordó, una partícipe del encuentro, bailadora y organizadora también de fiestas, que sucedió en Wrap).
Para un espacio de baile, politizarse es pensar y organizar sus condiciones —los tiempos, los volúmenes, los cuidados, los valores, quién limpia los baños, etcétera. Allí, más que descarga, hay una profundización del entendimiento y la percepción sobre sí, sobre nosotros, sobre lo que es convivir, sobre la cooperación, sobre los problemas... Y ahí, la pista iguala: somos todos iguales en tanto estamos acá (si la fiesta concentra su punto fundante, su zona garante, en un líder modelo, entonces no es fiesta, porque nosotros no somos suficiente...). Por eso «rajamos del boliche». Por eso, también, cuenta HiedraH que es itinerante: para escapar de que un lugar hecho según cierta segmentación determine el perfil social de su fiesta.

3• Esta estrechez, esta aguda dificultad para organizar bailes «en blanco», viene de la tragedia de Cromañón. No solo las restricciones a los locales de baile; la proyección de Mauricio Macri y su partido se apoyó en aquellos 193 cadáveres como trampolín político. Ciento noventa y tres pibes que bailaban. Su música bailaban, con sus rituales, su ritmo, sus tonos, sus cuidados y sus descuidos. Para el macrismo, es decir, para la razón gerencial, su muerte fue premisa para avanzar contra el baile organizado fuera de código; para regir, codificar, segmentar y reglamentar el baile. Para, incluso, demonizarlo: acá se puede beber, se puede estar de pie, pero no bailen: eso lo haría peligroso.

4• Pero la anímica gobernante no consiste en una simplemente ortiva persecución al baile; no, recordemos: Macri el gato asume bailando. El signo corporal de su triunfo es su baile; bailar es el protocolo de asunción. Un baile es perseguido; otro, encumbrado. El baile cualquiera contra el baile patrón; el baile silvestre contra el baile coronado.
Esa polaridad es análoga a la de seguridad contra cuidados, a la de creación contra rendimiento, a la de infantilización (regulación externa, «tutoriales», modelos de consumo y de vida) contra duda, criterio y decisión; en esa diferencia entre tipos de baile, modos de baile, deberíamos ser capaces de encontrar y entender diferencias subjetivas drásticas, entre el hombre endeudado y gorrudo y las ganas de crear los propios valores; entre la alegría propia de la adaptación —a un infierno encantador donde «ganar» es reproducir las reglas preexistentes— y la alegría cuya intensificación vuelve ingobernables los cuerpos, ya que recuerdan lo que «por tanto tiempo viene siendo reprimido», domesticado y recodificado, como dijo otra participante, alma mater de un lugar de recitales, que no hace fiestas porque se lo prohíbe el municipio.

5• «Te bajan línea al deseo», dijo alguien en relación a los boliches y la codificación. La palabra circuló; sería impreciso asignarla a un locutor particular. HiedraH contó su experiencia y preguntó. Cada uno, cada cuerpo, portaba información. Es justo asumir que así tratan también a la pista: con propuestas interrogativas.

6• El baile de Macri se compone de «bailecitos», quiero decir: de movimientos estandarizados, estereotipados, mini coreografías de imitación —cuya naturaleza es la imitabilidad—, bailecitos propios de animador, o mejor, propios de una fiesta programada, que se activan para que «se arme»: ahora toca bailar, ¡vamos, así, vamos todos! Un baile propiamente aparato. Es un baile carente de toda ignorancia, por tanto carente de toda invención, de toda creación. Carente de problemas. Pura ejecución de movimientos certeros y prefabricados. Es el cuerpo haciendo un baile. Y lo hace poniendo una sonrisa total —totalitaria. Es el muñeco de la alegría. Personaje de terror, por supuesto, en cuanto a pertenencia genérica: cuando éramos chicos, recordarán, en las historias e historietas, la forma en que se identificaba siempre a los malvados no era tanto en actos crueles, sino en su forma de reir. ¡Muajajaja!, la risa de los malos, la risa cruel, la risa del aparato que ve garantizado su orden.
Es que los gestos de la alegría son apropiables por el poder sobre la vida. O mejor, las expresiones de la felicidad tienen, enajenadas, una versión en la tristeza, en el regimen del miedo y la obediencia —es decir, en el del capitalismo tardío en el avatar más puro que ha conocido la Argentina, con la obediencia generalizada a la orden de que somos cuerpos constitutivamente endeudados y, por tanto, nuestro hacer ya tiene finalidad; la orden de que el que no es feliz es un gil y el que no sonríe un perdedor, de que el descontento o el que se corre del mandato de su posición es un revoltoso; en fin, de que el baile libre es peligroso y la danza es ese patrón nato que ni necesita saber hablar, que la alegría es una decisión programática y la felicidad una obligatoriedad con ministerio...

7• No mucho después del encuentro ateo con la ligadura del amor al baile que propició HiedraH, llegó a las pantallas hogareñas argentinas un videito desde Dubai: en una cinta de correr transpira Diego Maradona. Toca el panel para reducir la velocidad de la carrera y pone música, suena un acordeón festivísimo, «para todos ustedes, Looooos Palmeeeras!», y Diego, enfundado en una camperita de lycra brillosa de colores estridentes con la que perfectamente, postulo, podría hermosear una pista de HiedraH o cualquier otra, empieza a seguir el mandato monocorde de la cinta pero según la variación que él va dibujando sobre el ritmotropical: hace los pasitos más cortos y rápidos, o más largos y lentos, sacude las manos como maracas, se las arregla para trazarle curvas y vaivenes al suelo negro e incansable del aparato, convirtiendo la determinación programada en una mera condición sobre la que el cuerpo, con la verdad inmediata de su intuición cinética, impone su propia melodía. Pareciera que la cinta misma baila bajo los pies del Diego. Es palmario, evidente, que improvisa todo, que todo es un diálogo entre cuerpo y música; como si la música pasara a ser la rectora de la materia.
Ese tramo es el final de su corrida y debajo dice que corrió doce kilómetros; termina cansado y sonriente: sudor feliz. La belleza inalienable de ese cuerpo necesita del movimiento para regenerarse: como de cualquier otro, siempre que se anime a bailar, contra el mandato de hacer el bailecito que te toca cuando te toca. Por eso su belleza danzarina expone lo inerte, la medianía y la vileza de la normalidad generalizada.

8• Eso es en Dubai mientras tanto: mientras acá campea la ola amarilla. Es un mientras tanto visible porque Diego es Diego. Pero el mientras tanto es un sitio extendido, múltiple, y clandestino aunque masivo (masividad clandestina). En el conversatorio de HiedraH por ejemplo estuvo un grupito que organiza fiestones en Lanús: contaron que uno lo hicieron de prepo en un descampado y fueron ochocientas personas, a pocas cuadras de la comisaría; que fue «un lugar donde se encontró la comunidad» y que después en la vida diurna se veían guiños de complicidad allí cultivada.
Mientras tanto, un tiempo abierto por una toma de distancia, es la coordenada de quienes rechazan devenir zombies de la felicidad, la alegría programada y garantizada de la fiesta gerentista. A esos, a quienes rechazan (en este caso el modelo de alegría del voluntarismo–buenaonda–emprendedurista, obviamente moral del statu qup), las cosas pueden salirles mal. Puede fallar. (Como Diego...) La fiesta —contra lo que domina la época— no puede ser una plenitud programable. Los militantes del derecho al baile no denuncian sin más el horror del baile macrista, sino que abren otra cosa. Un baile «pensado como realización de la condición social del cuerpo» sin gente más importante a priori que otras. Mientras tanto, ahora mismo. «Toda la semana lidiando con el laburo y no da que hasta el sábado a la noche nuestra vida se limite a lo que presenta el mercado comercial». Dan una disputa en los modelos de felicidad. Porque es con la colonización de los modos de la alegría que los poderes concentrados logran gozar de una enajenación general tan inmensa. Un sistema organizado en torno a la explotación no anda sin que la felicidad sea domeñada —con ejemplo emergente en que bailar sea obedecer una serie de pasitos.