Aristóteles estuvo ligado a la Academia platónica durante veinte años (sí, ¡veinte!). La muerte de su maestro, sumada a los cambios políticos y a sus propias inquietudes lo llevaron a dejar Atenas por un tiempo, pasando por Lesbos y retornando a su Macedonia natal, donde fue el tutor de un adolescente que crecería para ser Alejandro Magno. En su segunda llegada a Atenas, y ya con un pensamiento más madurado, fundó el Liceo, un espacio filosófico que se hizo célebre por reflexionar en movimiento, ya que, junto con sus discípulos, pensaba caminando por los jardines aledaños al Liceo. Eso hizo que la escuela pasara a la historia como peripatética.
El legado filosófico aristotélico es y ha sido uno de los núcleos fundamentales del ideario occidental. Pero de los muchísimos escritos producidos por nuestro estagirita, sólo nos quedan unas tres decenas, pertenecientes todos a la serie de los «peri» (es decir, producidos para discutir internamente dentro del Liceo, pero también -o, por esa misma razón– textos que no tenían título y que al ser recuperados y catalogados más tarde fueron clasificados por el tema que circundaban: «Acerca del mundo físico» (peri physeos), «Acerca del alma» (peri psyché), «Acerca de la interpretación» (peri hermeneias), etc.
Tomando como punto de partida a la acción de pasear pensando (o pensar paseando) acerca o alrededor de algo, llevamos adelante una caminata entre el Paco Urondo y el Caras y Caretas, o entre el encuentro con Bifo y los talleres colectivos. Esta charla andante tuvo cuatro postas.
Primero, un raconto de la vida privada de Aristóteles (su padre, sus viajes, su esposa…) y de su posición acerca de qué es lo privado (es decir, la economía y lo que hace a la reproducción de la vida), definido normalmente en complemento y oposición a lo común (lo político, lo que se hace con otrxs) y eso nos llevó a plantear la pregunta sobre cuál es para nosotros el espacio de la vida privada en el mundo contemporáneo (¿las redes sociales? ¿la religión? ¿las banderías y convicciones políticas?).
Segundo, nos pusimos a pensar sobre la técnica, la producción. Hablamos de nuestros vínculos con las cosas y particularmente con el dinero como representación de las cosas. En ese momento intervinimos los muros de un banco, con una «deconstrucción y reconstrucción» de un billete de un millón de pesos («el palo») que apareció en 1981 y nos persigue como un espectro indomable.
El tercer paso fue pensar la política, lo público, a partir de la acción y las decisiones colectivas. Pisamos la Plaza de Mayo como quien lo hace por primera vez, emulando el ágora ateniense, los discursos históricos en los balcones y la contundencia que puede tener la palabra cuando se articula como práctica material.
Terminamos, como buenos griegos, al borde del agua (que aquieta la mente) tomándonos un rato para la contemplación silenciosa del mundo (interno, cercano, lejano) y para darnos un espacio de reflexión al costado de la ciudad, mirando hacia ella. Para Aristóteles la filosofía sólo podía llegar con la madurez, o sea, después de haber experimentado la actividad ciudadana y como posibilidad de comprensión de las cosas que no cambian. Para nosotros, el hecho de haber podido pensar un rato como un solo intelecto alimentó las ganas de vernos más, de ejercer la crítica más profundamente y de percibir a las posibilidades de las prácticas colectivas en toda su magnitud.